9.2.09

JUEZ DREDD - RELATO - ALEXIS BRITO - 2ª PARTE


Primera parte aquí.

3


UNDERCITY
Dredd se detuvo en la curva de la autopista abandonada. Un carraspeo sonó detrás de su espalda. Molesto, observó a sus compañeros: el Departamento de Justicia le había asignado el equipo de la jornada anterior como refuerzo. El Juez apretó los labios, prefería trabajar solo, sus camaradas eran un estorbo. Hershey pareció adivinar sus pensamientos.

—¿Disfrutas con la compañía, Dredd?

Éste no se molestó en responder.

—Tened los ojos bien abiertos —rezongó—. Hay cosas peores que el Juez Muerte en Undercity.


Involuntariamente, acarició la culata de la pistola y estudió la decadencia que lo rodeaba. Los restos de Times Square se perdían en la oscuridad: calles abandonadas, edificios deteriorados, neones destruidos, vehículos desmantelados y parques moribundos. Después de la Guerra del Apocalipsis, el Consejo decidió enterrar la antigua Nueva York, las tasas de delincuencia, paro, enfermedades y pobreza habían llegado a un límite insoportable; fue preferible hacer borrón y cuenta nueva. A kilómetros de altura, encima de una capa de hormigón, Mega-City Uno resplandecía con su caótico esplendor. Nadie recordaba que debajo de la megalópolis reinaba la entropía: mutantes, criaturas semihumanas, mendigos, ladrones y marginados sociales.


Uno de los novatos preguntó.

—¿Cómo vamos a encontrarlo?

Las palabras de Dredd destilaron veneno:

—Evitando las preguntas estúpidas, Armstrong.

El aspirante a Juez enrojeció bajo el casco.

—Armstrong tiene razón —admitió Hershey—. ¿Cómo esperas dar con Muerte, JD?

Dredd masculló.

—Intuición.

Wagner tomó el relevo de su camarada.

—¿Podría ser más concreto, señor?

El rostro pétreo de Dredd se volvió en su dirección.

—¡Cierre el pico, novato!


Dredd escogió la calle 42. Los faros de la motocicleta alumbraron los rascacielos cancerosos mientras pasaba la plaza Times Square y enfilaba la Avenida Broadway. Sus compañeros lo siguieron sin decir nada, la fama irascible de Dredd era legendaria en el departamento, no les quedaba más remedio que obedecer a su superior, por poco ortodoxos que fueran sus métodos. Hershey añadió:

—El radar indica movimiento al norte, Dredd.

Éste asintió.

—Ya lo sé.


Preocupado, Dredd recordó la conversación mantenida con Max Normal en un mugriento callejón del Sector Doce. Esperaba que la información que el carterista le había proporcionado fuera verídica.


—Hola, Dredd.

El Juez fue directo al grano.

—Necesito encontrar a Muerte, Max.

Normal se sacudió una brizna de polvo imaginario de su Versace de cremalleras.

—Esto no será tan fácil, Dredd.

Este le agarró por las solapas, impaciente.

—¿Dónde está?

Max levantó las manos en son de paz.

—¡Tranquilo, JD! —instó—. ¡Estás demasiado tenso!

Dredd gruñó.

—Si tuvieras un demonio salido del Infierno pegado al culo tú también lo estarías.

Normal recuperó la compostura.

—He escuchado rumores...

—¡Escúpelos!

Max se arregló las puntas del bigote.

—Los mendigos de Undercity están acojonados.

—¿Por qué?

—Hablan de una criatura diabólica, de un devorador de almas y no sé cuantas chorradas más... ¿Podría ser tu hombre?

El Juez se acarició la mandíbula cuadrada.

—¿Estás seguro de lo que dices, Max?

Normal se encogió de hombros.

—Al principio pasé del tema. Pensé que se trataba de una Leyenda Urbana. Pero cuando dijiste lo de “un demonio salido del Infierno” recapacité. Es posible que algo de toda esta historia de miedo sea verdad.

Dredd tomó una decisión.

—Undercity es inmensa —argumentó—. ¿Por dónde puedo empezar?

Max jugueteó con su bastón de plata y ébano.

—Prueba en Times Square.

—¿Estás seguro?

—Es la mejor opción de todas.

El Juez subió a la “Ley Maestra”.

—Como me hayas mentido volveré a buscarte, Max.

Normal agitó una mano, indiferente:

—Ya me conozco el patio, JD. Código 189: Engañar a un Juez. Cinco años en el “Cubo”.

Dredd ladeó la cabeza:

—Te equivocas, Max, ahora son veinte años.

Max no se dio por aludido.

—Suerte, Dredd.

Como era lógico, no deseaba darle explicaciones a nadie; le avergonzaba admitir que había recurrido a un soplón para encontrar la pista del Juez Muerte. Al principio, los tres se negaron a bajar a las catacumbas de la ciudad, tuvo que recurrir al reglamento, de lo contrario nunca los hubiera convencido. Los tiempos cambiaban vertiginosamente, los Jueces de su promoción desaparecieron hacía años, ahora las calles estaban llenas de advenedizos recién licenciados; lo ideal para que la Orden se viniera abajo, derrumbada por la incompetencia de sus nuevos soldados. Dredd sacudió la cabeza, no debía perder el tiempo con aquellos pensamientos; la misión encargada por el Juez Supremo era prioritaria, el resto carecía de sentido.


Al doblar la esquina, una visión de pesadilla apretó sus entrañas: un centenar de cadáveres yacían en el suelo, inertes, con expresiones angustiadas en los rostros desencajados, aniquilados de la manera más horrible posible. Un espasmo de rabia recorrió sus miembros, mataría a Muerte fuera como fuera, aquello era algo personal, sobreviviría el mejor de ambos. Hershey detuvo la motocicleta.

—¡Drokk! —musitó—. Muerte ha perdido la cabeza.

Los novatos palidecieron.

—Vigilad vuestra espalda —indicó Dredd—. Nuestro objetivo puede estar en cualquier parte.

Indiferente, echó una mirada superficial a los cuerpos: eran los desechos que habitaban debajo de Mega-City Uno, nadie los extrañaría. El Juez Oscuro había realizado una buena limpieza. La “Ley Maestra” anunció:

—Enemigo localizado a doscientos metros.

De inmediato, el cuarteto se lanzó hacia delante y descargó las ametralladoras pesadas contra su oponente. Muerte brincó desde un apartamento vacío y esquivó los proyectiles de plasma. Las detonaciones pasaron por encima de su cabeza y destrozaron la fachada del edificio.

—He venido a traer la Ley a esta ciudad —susurró el Juez Oscuro—. La Ley ddde la Muerte...

Los novatos perdieron el control de sus actos.

—¡Cuidado! —gritó Dredd—. ¡No permitáis que os toque!

Fue demasiado tarde, la diestra de Muerte atravesó el pecho de Armstrong, arrebatándole la vida con horripilante satisfacción.

—¡No podráss evitar mi Justicia, Dreddd!

El Juez descolgó el arma suministrada por la Unidad de Defensa Psíquica del Departamento.

—¡Cubridme! —ordenó—. ¡Lo enviaré al Infierno!

Sus compañeros utilizaron balas incendiarias, una pared de fuego encerró a Muerte y lo aisló dentro de un círculo letal. Muerte bramó:

—¡Acabaré con vosotross! —amenazó—. ¡No podéiss matar lo que no tiene vidda!

Dredd apretó el gatillo, una esfera plateada surgió del cañón del arma y golpeó al Juez Oscuro, abriendo una puerta que conectaba con la Otra Dimensión.

—¡Salid de ahí! —vociferó Dredd—. ¡Rápido!

Una corriente de aire lo impulsó hacia su oponente, arrastrándolo al vórtice del tornado con una fuerza centrifugadora irresistible. Hershey perdió el equilibrio y su cuerpo salió despedido del vehículo, deslizándose sobre la acera barrida por el viento.

—¡JD! —suplicó—. ¡Ayúdame!

Wagner sufrió el mismo destino que su compañera: su anatomía voló de la motocicleta y aterrizó a los pies del Juez Muerte. El novato levantó las manos, un grito estremecedor fue su epitafio, antes que su enemigo lo tomara entre sus corruptos brazos. Dredd sacó el Legislador de la funda, sólo tenía una oportunidad, si fallaba su némesis terminaría con todos.

—Granada.

La explosión precipitó al Juez Oscuro dentro del portal. Su figura se desvaneció en la oscuridad a cámara lenta, desapareció del mundo real y se convirtió en un diminuto punto que clamaba desde la lejanía:

—¡Volveré parrra juzgarte, Dredd!...

Dredd volvió a disparar: el estampido selló la puerta del inframundo de donde procedía la criatura. Un apestoso olor a azufre flotó en el aire durante unos segundos, después la niebla azulada se difuminó: la Ley había vencido. Con cierta brusquedad, auxilió a la mujer a ponerse en pie.

—Todo ha terminado, Juez Hershey.

Su camarada observó los cuerpos inertes de los novatos.

—Una pena —lamentó—. Ni siquiera se habían graduado.

Dredd fue implacable:

—Sabían a lo que se atenían —respondió—. Han muerto por una causa justa.

Su compañera se colocó el casco, hastiada.

—Nunca te ha importado la suerte de los demás, ¿verdad?

El Juez Dredd enfundó la pistola.

—Lo único que me importa es la Ley.

FIN

Alexis Brito Delgado




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